lunes, 13 de febrero de 2012

UN HOMBRE SOLO

Nací con la testa alargada y casi ahogado por el ímpetu del nacimiento.

Tímido. Con un pimiento enano que afea mi rostro y me aparta de las mujeres que deseo.

Tengo un amigo: la soledad consentida. Tengo el rastro funesto que deja a veces la familia. Tengo el llanto perpetuo de la nostalgia.

Miope y desorejado. Torpe con la palabra. Dulce con el viento que me enfría y envejece.


Las arrugas son mis consejeras. Aviesas y oscuras, envilecen mi pensamiento.

Sé que moriré como nací. Apepinado, solo y sin llanto.


                                                        Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                                                        Relato: Un hombre solo


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lunes, 6 de febrero de 2012

EL LÁPIZ

Galardonado con el primer premio de relato
Premios Facultad de Fotografía, Poesía y Relato 2010
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad de Jaén


Los lápices tenemos, por lo general, una vida muy corta, pero somos intensos. Si sigues mi voz lo comprenderás. Nacemos de la madera del bosque, a la que después desmenuzan, trituran y amasan. Nos recomponen con amalgama de goma y conglomerado y guardamos una lámina de carbón en nuestro interior. Somos frágiles y quebradizos; de manufactura sencilla y útil. Nos empaquetan en cajas rectangulares, vacías de aire y luz, donde nos abrazamos unos a otros por la estrechez y nos trasladan por todo el mundo con destinos inciertos.
Yo soy descendiente de una milenaria estirpe de pinos negros. Tú, padre, destacabas al pie de la sierra con tus majestuosas ramas al viento del septentrión. Eras alto, capaz de acallar con tu recio canto la voz de los demás; eras noble, apto para acunar entre tus brazos cientos de nidos cuando el resurgir de la vida te traía las aves de vuelta a casa.
Pero un buen día los hombres con sus voces derribaron al viejo pino dejándole truncado sobre la vasta tierra que le sustentaba. Le desnudaron como a un bebé, no hubo honra ni piedad en ello. Yerto e infeliz le arrastraron a un camión y desapareció por la senda que serpenteaba hasta el lejano valle.
En pocos amaneceres, el hijo quedó cercado en su alta cresta con algunos primos que siguieron su misma suerte. Fue arrancado de la madre por brazos de hierro que le desarraigaron de la niebla y el viento, del sol y el perfume de la tierra. En un viejo aserradero le lavaron y descuartizaron hasta quedar reducido a esquirlas de dolor. Le recompusieron lejos del lugar en que nació. Le dieron forma alargada y cilíndrica con una mina negra en el interior y, finalmente, le mandaron por el mundo empaquetado en cartón.
La caja donde yo viajaba era de las más pequeñas, apenas algunas unidades. Íbamos todos muy juntos, sin apenas espacio para movernos, aún hoy podría reconocer cada sonido, cada poro, cada olor de aquellos compañeros de infortunio. Tuve mucha suerte, caí en manos de un señor que tenía una papelería.
Era un hombre entrado en años, de mirada perdida y bigote rancio, viudo para más señas que dormitaba casi todo el día en la trastienda de la papelería que regentaba. Puntual como un reloj a las once y cuarto se preparaba su café que disfrutaba sentado en su mesa de camilla y con la radio baja, no fuera que la Pirenaica la oyeran los vecinos, no eran tiempos para delatarse sino de encogerse como un caracol en su casa. Después cabeceaba como un burro atado a su argolla, arropado por las enagüillas y por el calor del brasero de picón prendido con las ascuas de un fuego de leña que alguna amable vecina le trajera a primera hora de la mañana.
No tardó en desempaquetarnos y colocarnos en los expositores a la vista de su escasa clientela. Al papelero le gustaban los lápices. Te preguntarás: ¿cómo lo sé? Muy sencillo, por ese modo suave, pausado, todo cariño, con que nos mecía para colocarnos en los estantes, los tiernos ojos con que nos admiraba y por su tacto de pluma, temeroso de lastimarnos o desconcharnos.
Desde mi expositor pude ver llegar a un hombre anciano, me escogió y pronto estuve en sus manos. Allí, en la misma papelería, me aguzó hasta alcanzar mi lámina que nació afilada. Me probó sin dulzura, ruin, hasta quebrar mi punta. De nuevo desgarró la madera que me acoge y me alejó de mis compañeros, a los que jamás volví a ver.
El abuelo Andrés me compró, me perdió, luego me encontró y, finalmente, me extravió. Si perdí su confianza no fue por mis malas acciones sino por su debilidad. Era un hombre entusiasta, de temperamento inquieto y fantasioso al que se le olvidaba con facilidad cualquier cosa: ora comer, ora dónde estaba; e incluso, desde una simple palabra, hasta el nombre de los suyos.
De este modo, quedé ignorado en el lapicero del estudio. Era feliz en mi vaso recubierto de piel. Allí conocí a otros con mis formas, pero distintos de mí. Yo soy natural, nacido del bosque, ellos artificiales de plástico duro y tinta dúctil. Al principio me despreciaban, pero fui capaz de acallar sus quejas.

  El general, una estilográfica arcaica, de punta redondeada y ennegrecida, amante de contar grandiosas epopeyas que jamás vivió, pero que hacía suyas a base de engrandecerlas más allá de lo inimaginable, me increpó nada más llegar:
“Ha puesto usted su torpe cuerpo sobre nuestro terciopelo. Nos hace estar más estrechos y no le conocemos. Qué confianzas se trae y quién le dio vela en este entierro. Es usted un simple lápiz y viene empujando sin hablarnos, sin presentarse, sin darnos la oportunidad de retirarnos. Acaso cree que puede importunarnos”

Y tuvo razón, no les importuné por mucho tiempo. El padre me adoptó, hombre adusto, miope con gafas redondas de pasta y cristales gruesos, de bigote negro recortado con mimo en las puntas para dar entereza a su rostro grave, de muchos números y por más, contable que me dio buen uso. Con él me hice un lápiz maduro, un lápiz sabio de múltiples utilidades. Ningún número se me resistía, ninguna operación se salvaba de su resultado final. Cabalgaba a lomos del bolsillo superior de su camisa de donde sobresalía orgullosa mi testa cilíndrica terminada en recia punta como lanza enhiesta, pero un día todo cambió.


La criada le tomó de orden de su señora, una mujer rechoncha y vana, de papada orgullosa y mofletes carmesíes a la que se le iba el día en dar órdenes por la casa o en afrentarse con cualquiera que se cruzara en su camino. Su afán y su vida eran preparar la comida más sabrosa, conseguir los platos más delicados, obtener las esencias más sublimes. Y entre mandato y mandato, un bocado que degustaba con extremo deleite, saboreando y detectando hasta la última especia contenida, por minúscula que fuese, en el mordisco. No fue una buena época para él, quien siempre repudió con grasientos escalofríos aquel penoso tiempo.
¡Ahí de ti, desgraciado!, él, que ha alardeado desde las altas cúspides del bolsillo de su señor, vino a ser el lápiz más ínfimo, acogido mísero en las cocinas. Bajo el auspicio abrupto de la señora, volvió su vida apacible y casi inútil. Fue señor de encimeras y grasas, de notas tardías y a menudo apresuradas; aliado de los alimentos de la despensa que anotaba. Suerte que aquello duró poco para gracia de su persona.
Tú, mi beldad, me secuestraste un buen día de la sucia encimera. Eras la hija de rostro angelical a media luz entre niña y mujer. Me hiciste cómplice de los poemas de amor que fantaseabas. Aún dispersa por la efervescencia juvenil, eras enamoradiza y juguetona. Me convertiste en tierna dulzura con tu verso sedoso. Me transfiguraste en delicado encantamiento bajo el trazo suave, apenas aplicado, de las poesías enamoradas que escribías al joven soñado tantas veces en los atardeceres melancólicos, allá, bajo el emparrado primaveral del patio.
Me guardabas celosa, como a un tesoro, entre las macetas de geranio de la ventana mohosa.  Atrevida y suspicaz buscabas el lugar más oculto entre las oquedades oscuras que el viento ni se atrevía a rozar con su aliento. Mas de poco nos sirvió, amor; tu hermano, tan sagaz y observador, cambió nuestra idílica relación.  
El hijo me robó del alféizar de la ventana. Desde entonces, el niño me adoró con exceso; me apretaba contra el papel como nadie antes lo hizo. Fue la etapa de mis viajes, la más fructífera, la de más contactos y amistades. Conocí a compañeros de todos los colores, de todos los tipos, de todas las edades.

Me despertaba con el alba y ordenaba el caos de la mañana: goma, ocupa tu puesto que luego no te encuentra para borrar el trazo corrido. El maldito sacapuntas buscaba mi punta: quieto ladrón que aún sigo afilado como una espina, aleja tu guillotina de mi cuello y sé amable con mi cuerpo. Todos los días lo mismo, se rebelan mis hermanos los colores: vamos, ocupad vuestros puestos, ya sabéis, primero los colores suaves, luego, ocupen sus lugares, los oscuros y bruscos. ¡La regla!, ¡la regla que se escapa por la cremallera!: cuándo cambiarás y serás tan sumisa y humilde como tu hermano el transportador siempre a punto en su lugar.

Más adelante el desayuno y a correr aferrados a la goma elástica que nos sustentaba en nuestros sitios. ¡Qué de vértigos! ¡Qué de risas nerviosas! ¡Cuántas ilusiones y enjambres de sueños!
Muy pronto mi lámina se volvió frágil como el cristal y a base de despuntar día tras día me desgasté. Y alguien venido de algún extraño lugar, natural como yo, me reemplazó.
De tarde en tarde mi dueño me acariciaba con el recuerdo amable de otros tiempos. El estuche me contuvo por algún tiempo, pero sin nada a lo que asirme un día desgraciado me desprendí y caí en el abismo.
Quedé reducido a nada. Soy el más minúsculo, el más viejo y el más cansado de los lápices. Ahora, juego con las sombras que son mis compañeras y dormito olvidado en el fondo de una cartera escolar que alguien, tiempo atrás, dejó abandonada en el desván.

Recordad.
Nosotros los lápices tenemos, por lo general, una vida muy corta, pero somos intensos.
           


                                                    Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                                                    Relato: El Lápiz