miércoles, 30 de mayo de 2012

EL MITO

Pensad en la tolerancia. Reflexionad en la paz. Meditad en el sosiego y, por último, sabed que estoy en una playa. La arena es suave, confortable y blanca. Estoy casi tumbado sobre la arena. Mis ojos abarcan toda la bóveda celeste donde la mitología vive y se expande. 
Tengo apoyados los codos sobre la tierra, ¡oh, Gea poderosa!, lo que me obliga a mantener el torso inclinado y hacia arriba. Frente a mí, la inmensidad de la mar mecida por la mano serena de Anfítrite.
La tarde declina. El sol decae con lentitud. Aún falta para que roce la línea del horizonte. A mi derecha, se alza un farallón de piedras naturales donde el mar rebota con su oleaje una y otra vez. Se puede ascender con facilidad por él. De hecho, hay un pescador, montando los aparejos de su caña, en lo alto de las piedras. La mar está titubeante. Se muestra y se esconde. No sabe a que banda acogerse: quizá al viento fresco de poniente, luego se demora, mejor al levante que es cálido, tórrido en la noche veraniega. Hay un oleaje juguetón que espumea en las crestas antes de romper y dejarse arrastrar hasta la orilla. Las gentes y sus voces comienzan a abandonar la playa.



Un niño llora, aún no es capaz de andar solo, pero ya sabe que llorar llama la atención. Está sentado y envuelto en arena. Tiene al lado su cubo y una pala en su mano regordeta. Llora con insistencia, mientras sus padres recogen todos los bártulos esparcidos a su alrededor. ¡Qué de cosas se traen a la playa! El niño llora con mayor impertinencia, aún no habla, pero ya sabe que llorar atraerá a sus padres y será atendido. Este niño no lloraría si su padre fuera Crono, el fabuloso titán que se comía a sus hijos por miedo a que lo destruyeran.
Nadie se baña a esta hora de la tarde. Los últimos, los más rezagados se secan bien con toallas, bien con el sol, ahora exiguo, o con la brisa marina.
Me siento feliz, mientras observo el ir y el venir de las olas. Ese rotar constante, ese canto a veces sibilante, a veces atronador, me calma la tensión acumulada durante el largo día. Unas pocas nubes alargadas, de franja estrecha, se divisan en lontananza -semejan a las aterradoras valkirias a lomos de sus briosos corceles, sobre el extenso oeste, en busca de los heroicos guerreros caídos en la batalla para llevarlos al Valhalla, donde serán agasajados por Odín-, el sol pronto las tocará  con su halo de calor. 




Las atravesará antes de buscar acomodo en las sombras de la noche. Un viento leve refresca mis mejillas de sal. Es bienestar para el alma, quietud para el corazón, salud para el cuerpo cansado. ¡Qué paz! Siento la alegría de la vida correr por mis venas. Siento el entusiasmo de saberme vivo, como si Baco hubiese dejado caer una gota del hidromiel primigenio en mis labios.
El pescador lanza al viento el sedal que, camino del mar, deshilacha el forzado carrete en un sonido recurrente: un arrullo continuado hasta que de repente estalla el silencio y la plomada cae al punto sobre el agua. ¿Qué es eso? He visto algo impreciso volar llevado por el hilo. El pescador recoge sin prisas. Veo la estela que avanza sobre la superficie a compases irregulares, buscando insegura su origen. ¡Un momento! Este hombre pesca al curry. Al menos así lo llamaba yo cuando era más joven y pescar estaba entre mis pasatiempos preferidos. Me explicaré: El curry es un tipo de pesca de superficie. Al final del sedal hay una bola de plástico transparente y hueca, no mayor que el puño de una joven adolescente, cuyo interior se llena hasta cierto límite de agua para que sumergida no llegue a hundirse hasta el fondo del mar. Más allá, se coloca un pececito de plástico de cuya barriga nacen disimulados uno o varios anzuelos. Al recoger el sedal, con soltura, el pececito parece aletear torpemente lo que da pie a que otros mayores busquen su captura. Yo utilizaba una sola bola, pero este hombre lleva dos anudadas, casi juntas. Ello le permitirá profundizar, llegar más lejos en sus lanzamientos.
El pescador lanza con ímpetu. ¡Vuela alto, corre lejos! El fuerte impulso proyecta su cuerpo hacia delante. Inclinándose para mantener el equilibrio se incorpora sin dejar de mirar la distancia de su tirada. Las dos bolas, casi unidas, vuelan sobre el azul limpio del cielo. Cuando consigue erguirse, las bolas han penetrado el agua formando un círculo espumoso. Veo a este hercúleo hombre como al dios Crono cercenando, con la gran hoz, los genitales de su padre Urano y lanzándolos al mar donde la corriente los arrastra, dejando tras de sí una blanca espuma.

El sol, siempre constante en sus movimientos, está a punto de tocar con su aureola la invisible línea entre el mar y el cielo. ¡Oh Mut, diosa del cielo y todo lo creado! ralentiza la hermosa barca solar de Amón, que Osiris se estremece. Pronto, su hermano Seth, comenzará a desmembrarlo, sin piedad, mientras el resto de los mortales dormimos apacibles el sueño del rejuvenecimiento. Atum-Ra, nuestro sol, es, en estos momentos, un astro anaranjado y grande, atravesado por radiantes nubes lanceoladas. Será una puesta de sol magnífica.
Observo en la lejanía un yate que se ha parado frente a mí. Dos personas discuten, o eso me indican, al menos, los aspavientos de sus brazos. Será Apolo tras los pasos de Dafne. Después alguien se arroja desde la borda al mar.
El pescador, de nuevo, está a punto de lanzar al mar su carnaza falsa. Allá va por los aires con energía. Es un hombre vigoroso y bien entrenado, de otro modo, sería imposible ejercer ese movimiento sin desequilibrarse. Recoge con parsimonia, como debe ser. La muerte, hija del sueño y de la noche, busca su presa incansable.
Algo parece correr en pos del anzuelo. Miro con atención. Es un pez de mediano tamaño. Sin más desaparece la estela. ¡Mala suerte! El pescador sigue recogiendo el sedal sin inmutarse, ¡qué cerca ha estado de conseguirlo!
El yate se marcha. Sin duda, quien se tiró al agua, ya se bañó y volvió a subir a él. El barco es veloz. Avanza, creo, buscando la bocana del puerto deportivo que es imposible divisar desde esta playa.
El sol besa, en este mismo instante, la mar salada. A poco, se hunde, con extrema laxitud, deliciosa lentitud, en sus entrañas. Se ahoga el calor del día.
Distingo sobre la mar a alguien. Eso, parecen unos brazos. Alguien viene nadando hacia la orilla. Está lejos. Es sólo un punto y aspas batiéndose entre las olas.
La playa se quedó desierta. El sol se baña con impudicia. Anubis descansa. El pescador incansable lanza su engaño. Debe saber que en caso de obtener una pieza, hay un desnivel peligroso de salvar entre el agua y su posición. El pez se batirá en el aire, suspendido. La fuerza de la gravedad hará lo que corresponde y el anzuelo puede descarnar la boca del pescado, dejando escapar la pieza que caerá al agua y desaparecerá.
El nadador se acerca con brío. Está próximo al lugar donde el pescador arroja su aparejo.


Algo mordió el anzuelo. Ha sido fulminante, apenas vi la estela del animal antes de morder. Kali, la diosa negra, se frotará las manos, ante la matanza sangrienta.  El pescador maniobra con astucia: tensa el hilo sin llegar al punto de ruptura. Será una lucha de titanes: Tetis contra Ceo, creo. El animal ofrece resistencia tirando, tratando de zafarse del dolor intenso de su boca. El pescador se mantiene firme sin dejar de recoger, atento a soltar hilo si fuese necesario cuando la tensión de la caña se haga insostenible. ¡Aja! Levanta la caña. Es una maniobra arriesgada, pero si da resultado llevará el pez al pie del pequeño acantilado. ¡Cuidado con las piedras! Si entra en una de las pequeñas cuevas el hilo se rasgará sobre los bordes. El hombre baja la caña tensándola, es una forma de mantener al pez en su campo de visión. Así delimita sus movimientos. Es una buena estrategia. Es un pescador experimentado. ¿Ayudará Anfítrite, diosa del mar, a uno de los suyos o, por enésima vez, dejará a las Moiras el devenir de las cosas? El animal lucha con fuerza contra el agua, intuye que es la última posibilidad de escapar de aquella garra indestructible antes de quedar suspendido en el aire. ¡No hubo suerte! El hades se expandirá con la muerte.
El pez debe pesar más de un kilo. Está suspendido en el aire por un fino hilo que quema su boca. Mueve enérgico la cola en un intento de soltarse. El pescador, nervioso ahora, gira con velocidad la manecilla del carrete. Levanta la caña con suavidad. El animal golpea la piedra lisa, aletea, pero en una maniobra final, de extrema maestría, el pescador consigue su trofeo.
El nadador deja de nadar y se hunde en las aguas plateadas por la puesta de sol. Comienza a emerger. Primero, su cabello rojizo mojado de sal y luz, luego los destellos de su melena pelirroja, espesa y larga, que cubre más allá de sus hombros. Después, su rostro: esta cara me extasia. 


¿Quién es esta belleza que nace de las olas del mar como si perteneciera a ellas? Es joven y hermosa. Sus hombros bron-ceados dejan correr el agua que, escasos segundos antes, la acariciaban. Sus pechos están descubiertos. Es un pecho erguido, generoso, excitante. Sus aureolas están contraídas por el esfuerzo, sus pezones tensos, enhiestos como torres de combate ¡Perfecta! La curva insinuante que muere en sus caderas enmarca un ombligo que es deseo en su vientre liso.
Tomo la toalla que traje por si me bañaba y la coloco sobre mi entrepierna. No quiero que ella vea aquello que comienza a insinuarse, porque me avergüenza.
Una pieza de color marrón cubre su pubis. Es un bañador de lycra, sutil, excitante, que dice más por lo que oculta y cómo lo cubre que por lo que muestra. Unos pasos más sobre la húmeda arena dejan ver unas piernas largas, atractivas, de ensueño. ¿Quién es esta diosa del deseo? La sensualidad se derrama por cada poro de su piel. Jamás, ni en mis sueños más fantásticos imaginé una mujer de semejante hermosura.
Para mí esta mujer ha nacido del mar y del aire que es espuma. Un hado fantástico, que hunde los pies sobre la arena mientras se dirige hacia mí, envuelta en ese fuego cadencioso que es deseo para mis ojos.
¿Quién es esta Afrodita, diosa de los griegos? ¿Quién esta Venus, madre de los romanos? ¿Quién esta Isis, reina de los faraones? ¿Quién esta Ishtar, señora de los cielos mesopotámicos? ¿Quién esta Astarté, exaltación del placer carnal fenicio?
Las olas lamen sus pies lascivos, acariciándolos como si el poderoso mar bailara con ella. ¡Oh diosa venida del mar! Por qué has herido mis ojos con tu llama.
Inclina la cabeza hacia delante. El pelo cae en cortina con los mismos reflejos del sol moribundo. Escurre con sus manos el agua retenida entre sus cabellos. Luego, en un golpe seco, yergue la cabeza arrastrándolos hacia atrás. Por primera vez me ve. Frente a ella. Observándola. Sin poder apartar por un segundo la mirada de su esbelta figura, de su intemporal belleza. Se extraña de mi presencia. Ella diosa, yo mortal. Ve la toalla. ¡Me siento ridículo! ¡Empequeñecido! Una mueca burlona enciende una media sonrisa en sus labios, justo antes de volverse a los últimos rayos de un sol enrojecido. Se sabe diosa. Comprende mi inquietud. Se burla de ella. ¡Oh, tú, estúpido! ¿Y si te pide la toalla para secarse? ¡Qué bochorno! ¡Qué es este calor! Este fuego que me abrasa y me consume por dentro. No te vuelvas, amor.
De repente, oigo gritos. Son llamadas femeninas. Dos jóvenes avanzan con vestidos blancos, vaporosos, casi transparentes. Portan delicadas toallas en sus manos. Llegan hasta ella y entre risas la cubren secándola. Éstas serán las ninfas, me digo apesadumbrado. Han tapado la belleza. Han cubierto la hermosura para preservarla. Las tres se marchan acariciadas por el viento fresco del anochecer. Las veo alejarse. Salvar la arena. Llegar a la muralla de piedra que sostiene el paseo marítimo. Subir las escaleras y perderse de vista.
La puesta está concluyendo. Los últimos rayos de sol luchan contra las aguas lejanas. Helios pronto subirá a su copa sagrada para cruzar el mar. El pescador se ha marchado con su botín. Todos me han abandonado salvo la visión estremecedora de mi diosa.  A ella seguro que le espera la apacible ducha, la exquisita cena, la nocturna fiesta, la halagadora compañía.
Pienso en regresar. A mí me espera mi mujer, mis dos pequeños, mi estrecho piso, la cansada monotonía. Yo hombre, un simple mortal. Ella, el mito, la diosa de la voluptuosidad.


                                        Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                            Relato: El mito