EL MITO
Pensad en la
tolerancia. Reflexionad en la paz. Meditad en el sosiego y, por último, sabed
que estoy en una playa. La arena es suave, confortable y blanca. Estoy casi
tumbado sobre la arena. Mis ojos abarcan toda la bóveda celeste donde la
mitología vive y se expande.
Tengo apoyados los codos sobre la tierra, ¡oh, Gea poderosa!, lo que me obliga a mantener el torso inclinado y hacia arriba. Frente a mí, la inmensidad de la mar mecida por la mano serena de Anfítrite.
Tengo apoyados los codos sobre la tierra, ¡oh, Gea poderosa!, lo que me obliga a mantener el torso inclinado y hacia arriba. Frente a mí, la inmensidad de la mar mecida por la mano serena de Anfítrite.
La tarde
declina. El sol decae con lentitud. Aún falta para que roce la línea del
horizonte. A mi derecha, se alza un farallón de piedras naturales donde el mar
rebota con su oleaje una y otra vez. Se puede ascender con facilidad por él. De
hecho, hay un pescador, montando los aparejos de su caña, en lo alto de las
piedras. La mar está titubeante. Se muestra y se esconde. No sabe a que banda acogerse:
quizá al viento fresco de poniente, luego se demora, mejor al levante que es
cálido, tórrido en la noche veraniega. Hay un oleaje juguetón que espumea en
las crestas antes de romper y dejarse arrastrar hasta la orilla. Las gentes y
sus voces comienzan a abandonar la playa.
Un niño llora,
aún no es capaz de andar solo, pero ya sabe que llorar llama la atención. Está
sentado y envuelto en arena. Tiene al lado su cubo y una pala en su mano
regordeta. Llora con insistencia, mientras sus padres recogen todos los
bártulos esparcidos a su alrededor. ¡Qué de cosas se traen a la playa! El niño
llora con mayor impertinencia, aún no habla, pero ya sabe que llorar atraerá a
sus padres y será atendido. Este niño no lloraría si su padre fuera Crono, el
fabuloso titán que se comía a sus hijos por miedo a que lo destruyeran.
Nadie se baña
a esta hora de la tarde. Los últimos, los más rezagados se secan bien con toallas,
bien con el sol, ahora exiguo, o con la brisa marina.
Me siento
feliz, mientras observo el ir y el venir de las olas. Ese rotar constante, ese
canto a veces sibilante, a veces atronador, me calma la tensión acumulada
durante el largo día. Unas pocas nubes alargadas, de franja estrecha, se
divisan en lontananza -semejan a las aterradoras valkirias a lomos de sus
briosos corceles, sobre el extenso oeste, en busca de los heroicos guerreros caídos
en la batalla para llevarlos al Valhalla, donde serán agasajados por Odín-, el
sol pronto las tocará con su halo de
calor.
Las atravesará antes de buscar acomodo en las sombras de la noche. Un viento leve refresca mis mejillas de sal. Es bienestar para el alma, quietud para el corazón, salud para el cuerpo cansado. ¡Qué paz! Siento la alegría de la vida correr por mis venas. Siento el entusiasmo de saberme vivo, como si Baco hubiese dejado caer una gota del hidromiel primigenio en mis labios.
Las atravesará antes de buscar acomodo en las sombras de la noche. Un viento leve refresca mis mejillas de sal. Es bienestar para el alma, quietud para el corazón, salud para el cuerpo cansado. ¡Qué paz! Siento la alegría de la vida correr por mis venas. Siento el entusiasmo de saberme vivo, como si Baco hubiese dejado caer una gota del hidromiel primigenio en mis labios.
El pescador
lanza al viento el sedal que, camino del mar, deshilacha el forzado carrete en
un sonido recurrente: un arrullo continuado hasta que de repente estalla el
silencio y la plomada cae al punto sobre el agua. ¿Qué es eso? He visto algo
impreciso volar llevado por el hilo. El pescador recoge sin prisas. Veo la
estela que avanza sobre la superficie a compases irregulares, buscando insegura
su origen. ¡Un momento! Este hombre pesca al curry. Al menos así lo llamaba yo
cuando era más joven y pescar estaba entre mis pasatiempos preferidos. Me
explicaré: El curry es un tipo de pesca de superficie. Al final del sedal hay
una bola de plástico transparente y hueca, no mayor que el puño de una joven
adolescente, cuyo interior se llena hasta cierto límite de agua para que
sumergida no llegue a hundirse hasta el fondo del mar. Más allá, se coloca un
pececito de plástico de cuya barriga nacen disimulados uno o varios anzuelos.
Al recoger el sedal, con soltura, el pececito parece aletear torpemente lo que
da pie a que otros mayores busquen su captura. Yo utilizaba una sola bola, pero
este hombre lleva dos anudadas, casi juntas. Ello le permitirá profundizar, llegar
más lejos en sus lanzamientos.
El pescador
lanza con ímpetu. ¡Vuela alto, corre lejos! El fuerte impulso proyecta su
cuerpo hacia delante. Inclinándose para mantener el equilibrio se incorpora sin
dejar de mirar la distancia de su tirada. Las dos bolas, casi unidas, vuelan
sobre el azul limpio del cielo. Cuando consigue erguirse, las bolas han
penetrado el agua formando un círculo espumoso. Veo a este hercúleo hombre como
al dios Crono cercenando, con la gran hoz, los genitales de su padre Urano y
lanzándolos al mar donde la corriente los arrastra, dejando tras de sí una blanca
espuma.
El sol, siempre constante en sus movimientos, está a punto
de tocar con su aureola la invisible línea entre el mar y el cielo. ¡Oh Mut,
diosa del cielo y todo lo creado! ralentiza la hermosa barca solar de Amón, que
Osiris se estremece. Pronto, su hermano Seth, comenzará a desmembrarlo, sin
piedad, mientras el resto de los mortales dormimos apacibles el sueño del
rejuvenecimiento. Atum-Ra, nuestro sol, es, en estos momentos, un astro
anaranjado y grande, atravesado por radiantes nubes lanceoladas. Será una
puesta de sol magnífica.
Observo en la lejanía un yate que se ha parado frente a mí.
Dos personas discuten, o eso me indican, al menos, los aspavientos de sus
brazos. Será Apolo tras los pasos de Dafne. Después alguien se arroja desde la
borda al mar.
El pescador, de nuevo, está a punto de lanzar al mar su
carnaza falsa. Allá va por los aires con energía. Es un hombre vigoroso y bien
entrenado, de otro modo, sería imposible ejercer ese movimiento sin
desequilibrarse. Recoge con parsimonia, como debe ser. La muerte, hija del
sueño y de la noche, busca su presa incansable.
Algo parece correr en pos del anzuelo. Miro con atención.
Es un pez de mediano tamaño. Sin más desaparece la estela. ¡Mala suerte! El
pescador sigue recogiendo el sedal sin inmutarse, ¡qué cerca ha estado de
conseguirlo!
El yate se marcha. Sin duda, quien se tiró al agua, ya se
bañó y volvió a subir a él. El barco es veloz. Avanza, creo, buscando la bocana
del puerto deportivo que es imposible divisar desde esta playa.
El sol besa, en este mismo instante, la mar salada. A poco,
se hunde, con extrema laxitud, deliciosa lentitud, en sus entrañas. Se ahoga el
calor del día.
Distingo sobre la mar a alguien. Eso, parecen unos brazos.
Alguien viene nadando hacia la orilla. Está lejos. Es sólo un punto y aspas
batiéndose entre las olas.
La playa se quedó desierta. El sol se baña con impudicia. Anubis
descansa. El pescador incansable lanza su engaño. Debe saber que en caso de
obtener una pieza, hay un desnivel peligroso de salvar entre el agua y su
posición. El pez se batirá en el aire, suspendido. La fuerza de la gravedad
hará lo que corresponde y el anzuelo puede descarnar la boca del pescado,
dejando escapar la pieza que caerá al agua y desaparecerá.
El nadador se acerca con brío. Está próximo al lugar donde
el pescador arroja su aparejo.
El pez debe pesar más de un kilo. Está suspendido en el
aire por un fino hilo que quema su boca. Mueve enérgico la cola en un intento
de soltarse. El pescador, nervioso ahora, gira con velocidad la manecilla del
carrete. Levanta la caña con suavidad. El animal golpea la piedra lisa, aletea,
pero en una maniobra final, de extrema maestría, el pescador consigue su
trofeo.
El nadador deja de nadar y se hunde en las aguas plateadas por la puesta de sol. Comienza a emerger. Primero, su cabello rojizo mojado de sal y luz, luego los destellos de su melena pelirroja, espesa y larga, que cubre más allá de sus hombros. Después, su rostro: esta cara me extasia.
¿Quién es esta belleza que nace de las olas del mar como si perteneciera a ellas? Es joven y hermosa. Sus hombros bron-ceados dejan correr el agua que, escasos segundos antes, la acariciaban. Sus pechos están descubiertos. Es un pecho erguido, generoso, excitante. Sus aureolas están contraídas por el esfuerzo, sus pezones tensos, enhiestos como torres de combate ¡Perfecta! La curva insinuante que muere en sus caderas enmarca un ombligo que es deseo en su vientre liso.
El nadador deja de nadar y se hunde en las aguas plateadas por la puesta de sol. Comienza a emerger. Primero, su cabello rojizo mojado de sal y luz, luego los destellos de su melena pelirroja, espesa y larga, que cubre más allá de sus hombros. Después, su rostro: esta cara me extasia.
¿Quién es esta belleza que nace de las olas del mar como si perteneciera a ellas? Es joven y hermosa. Sus hombros bron-ceados dejan correr el agua que, escasos segundos antes, la acariciaban. Sus pechos están descubiertos. Es un pecho erguido, generoso, excitante. Sus aureolas están contraídas por el esfuerzo, sus pezones tensos, enhiestos como torres de combate ¡Perfecta! La curva insinuante que muere en sus caderas enmarca un ombligo que es deseo en su vientre liso.
Tomo la toalla que traje por si me bañaba y la coloco sobre
mi entrepierna. No quiero que ella vea aquello que comienza a insinuarse,
porque me avergüenza.
Una pieza de
color marrón cubre su pubis. Es un bañador de lycra, sutil, excitante, que dice
más por lo que oculta y cómo lo cubre que por lo que muestra. Unos pasos más
sobre la húmeda arena dejan ver unas piernas largas, atractivas, de ensueño.
¿Quién es esta diosa del deseo? La sensualidad se derrama por cada poro de su piel.
Jamás, ni en mis sueños más fantásticos imaginé una mujer de semejante
hermosura.
Para mí esta
mujer ha nacido del mar y del aire que es espuma. Un hado fantástico, que hunde
los pies sobre la arena mientras se dirige hacia mí, envuelta en ese fuego cadencioso
que es deseo para mis ojos.
¿Quién es esta
Afrodita, diosa de los griegos? ¿Quién esta Venus, madre de los romanos? ¿Quién
esta Isis, reina de los faraones? ¿Quién esta Ishtar, señora de los cielos mesopotámicos?
¿Quién esta Astarté, exaltación del placer carnal fenicio?
Las olas
lamen sus pies lascivos, acariciándolos como si el poderoso mar bailara con
ella. ¡Oh diosa venida del mar! Por qué has herido mis ojos con tu llama.
Inclina la
cabeza hacia delante. El pelo cae en cortina con los mismos reflejos del sol
moribundo. Escurre con sus manos el agua retenida entre sus cabellos. Luego, en
un golpe seco, yergue la cabeza arrastrándolos hacia atrás. Por primera vez me
ve. Frente a ella. Observándola. Sin poder apartar por un segundo la mirada de
su esbelta figura, de su intemporal belleza. Se extraña de mi presencia. Ella
diosa, yo mortal. Ve la toalla. ¡Me siento ridículo! ¡Empequeñecido! Una mueca
burlona enciende una media sonrisa en sus labios, justo antes de volverse a los
últimos rayos de un sol enrojecido. Se sabe diosa. Comprende mi inquietud. Se
burla de ella. ¡Oh, tú, estúpido! ¿Y si te pide la toalla para secarse? ¡Qué
bochorno! ¡Qué es este calor! Este fuego que me abrasa y me consume por dentro.
No te vuelvas, amor.
De repente,
oigo gritos. Son llamadas femeninas. Dos jóvenes avanzan con vestidos blancos, vaporosos,
casi transparentes. Portan delicadas toallas en sus manos. Llegan hasta ella y
entre risas la cubren secándola. Éstas serán las ninfas, me digo apesadumbrado.
Han tapado la belleza. Han cubierto la hermosura para preservarla. Las tres se
marchan acariciadas por el viento fresco del anochecer. Las veo alejarse. Salvar
la arena. Llegar a la muralla de piedra que sostiene el paseo marítimo. Subir
las escaleras y perderse de vista.
La puesta
está concluyendo. Los últimos rayos de sol luchan contra las aguas lejanas. Helios
pronto subirá a su copa sagrada para cruzar el mar. El pescador se ha marchado
con su botín. Todos me han abandonado salvo la visión estremecedora de mi
diosa. A ella seguro que le espera la
apacible ducha, la exquisita cena, la nocturna fiesta, la halagadora compañía.
Pienso en
regresar. A mí me espera mi mujer, mis dos pequeños, mi estrecho piso, la
cansada monotonía. Yo hombre, un simple mortal. Ella, el mito, la diosa de la
voluptuosidad.
Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
Relato: El mito