miércoles, 20 de junio de 2012



EL ADOLESCENTE


No sucedió cuando era un niño. No sucedió cuando era un hombre. Ocurrió en aquellos momentos de la vida en que un niño deja de ser un niño sin llegar a ser un hombre.
Tenía muchos padres y también, muchas madres y, por supuesto, muchos hermanos y hermanas, pero siempre se sintió solo.
No fue un hecho sin importancia. Fue un suceso que ocurrió la noche en que Mario, un adolescente huérfano, no acudió a su casa. Huyó buscando respuestas.
Su madre, que no era su madre, se asustó. Su padre, que no era su padre, se alarmó. Su hermano, que no era su hermano, no entendía nada. Su mejor amiga subió las escaleras y entró en la habitación de Mario. Dejó sobre la cama el peluche favorito, que trajo de su casa, y sonrió. Los platos del platero estallaron al unísono. El sonido de una trompeta sonó distante al otro lado de la muralla que no tenía ciudad que resguardar.
Si huyó, huyó porque quiso. Si escapó, escapó de sí mismo.
Todo es un puro por qué y, al mismo tiempo, un puro disparate. La vida es por qué y, también, cómo, y dónde, y cuándo –pensó.
Todo es nada cuando se es un adolescente huido, cuando no perdido.
Desde su escondite, el muchacho sopló la boquilla de metal de su trompeta. Un sonido hueco inundó la habitación deshilachada. Sonaba a esperanza, pero estaba falto de ilusión.
El mundo es eterno –se dijo–, yo imperfecto para la eternidad.
Al día siguiente, regresó a casa con su trompeta y sus respuestas.




                                        Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                            Relato: El adolescente




miércoles, 30 de mayo de 2012

EL MITO

Pensad en la tolerancia. Reflexionad en la paz. Meditad en el sosiego y, por último, sabed que estoy en una playa. La arena es suave, confortable y blanca. Estoy casi tumbado sobre la arena. Mis ojos abarcan toda la bóveda celeste donde la mitología vive y se expande. 
Tengo apoyados los codos sobre la tierra, ¡oh, Gea poderosa!, lo que me obliga a mantener el torso inclinado y hacia arriba. Frente a mí, la inmensidad de la mar mecida por la mano serena de Anfítrite.
La tarde declina. El sol decae con lentitud. Aún falta para que roce la línea del horizonte. A mi derecha, se alza un farallón de piedras naturales donde el mar rebota con su oleaje una y otra vez. Se puede ascender con facilidad por él. De hecho, hay un pescador, montando los aparejos de su caña, en lo alto de las piedras. La mar está titubeante. Se muestra y se esconde. No sabe a que banda acogerse: quizá al viento fresco de poniente, luego se demora, mejor al levante que es cálido, tórrido en la noche veraniega. Hay un oleaje juguetón que espumea en las crestas antes de romper y dejarse arrastrar hasta la orilla. Las gentes y sus voces comienzan a abandonar la playa.



Un niño llora, aún no es capaz de andar solo, pero ya sabe que llorar llama la atención. Está sentado y envuelto en arena. Tiene al lado su cubo y una pala en su mano regordeta. Llora con insistencia, mientras sus padres recogen todos los bártulos esparcidos a su alrededor. ¡Qué de cosas se traen a la playa! El niño llora con mayor impertinencia, aún no habla, pero ya sabe que llorar atraerá a sus padres y será atendido. Este niño no lloraría si su padre fuera Crono, el fabuloso titán que se comía a sus hijos por miedo a que lo destruyeran.
Nadie se baña a esta hora de la tarde. Los últimos, los más rezagados se secan bien con toallas, bien con el sol, ahora exiguo, o con la brisa marina.
Me siento feliz, mientras observo el ir y el venir de las olas. Ese rotar constante, ese canto a veces sibilante, a veces atronador, me calma la tensión acumulada durante el largo día. Unas pocas nubes alargadas, de franja estrecha, se divisan en lontananza -semejan a las aterradoras valkirias a lomos de sus briosos corceles, sobre el extenso oeste, en busca de los heroicos guerreros caídos en la batalla para llevarlos al Valhalla, donde serán agasajados por Odín-, el sol pronto las tocará  con su halo de calor. 




Las atravesará antes de buscar acomodo en las sombras de la noche. Un viento leve refresca mis mejillas de sal. Es bienestar para el alma, quietud para el corazón, salud para el cuerpo cansado. ¡Qué paz! Siento la alegría de la vida correr por mis venas. Siento el entusiasmo de saberme vivo, como si Baco hubiese dejado caer una gota del hidromiel primigenio en mis labios.
El pescador lanza al viento el sedal que, camino del mar, deshilacha el forzado carrete en un sonido recurrente: un arrullo continuado hasta que de repente estalla el silencio y la plomada cae al punto sobre el agua. ¿Qué es eso? He visto algo impreciso volar llevado por el hilo. El pescador recoge sin prisas. Veo la estela que avanza sobre la superficie a compases irregulares, buscando insegura su origen. ¡Un momento! Este hombre pesca al curry. Al menos así lo llamaba yo cuando era más joven y pescar estaba entre mis pasatiempos preferidos. Me explicaré: El curry es un tipo de pesca de superficie. Al final del sedal hay una bola de plástico transparente y hueca, no mayor que el puño de una joven adolescente, cuyo interior se llena hasta cierto límite de agua para que sumergida no llegue a hundirse hasta el fondo del mar. Más allá, se coloca un pececito de plástico de cuya barriga nacen disimulados uno o varios anzuelos. Al recoger el sedal, con soltura, el pececito parece aletear torpemente lo que da pie a que otros mayores busquen su captura. Yo utilizaba una sola bola, pero este hombre lleva dos anudadas, casi juntas. Ello le permitirá profundizar, llegar más lejos en sus lanzamientos.
El pescador lanza con ímpetu. ¡Vuela alto, corre lejos! El fuerte impulso proyecta su cuerpo hacia delante. Inclinándose para mantener el equilibrio se incorpora sin dejar de mirar la distancia de su tirada. Las dos bolas, casi unidas, vuelan sobre el azul limpio del cielo. Cuando consigue erguirse, las bolas han penetrado el agua formando un círculo espumoso. Veo a este hercúleo hombre como al dios Crono cercenando, con la gran hoz, los genitales de su padre Urano y lanzándolos al mar donde la corriente los arrastra, dejando tras de sí una blanca espuma.

El sol, siempre constante en sus movimientos, está a punto de tocar con su aureola la invisible línea entre el mar y el cielo. ¡Oh Mut, diosa del cielo y todo lo creado! ralentiza la hermosa barca solar de Amón, que Osiris se estremece. Pronto, su hermano Seth, comenzará a desmembrarlo, sin piedad, mientras el resto de los mortales dormimos apacibles el sueño del rejuvenecimiento. Atum-Ra, nuestro sol, es, en estos momentos, un astro anaranjado y grande, atravesado por radiantes nubes lanceoladas. Será una puesta de sol magnífica.
Observo en la lejanía un yate que se ha parado frente a mí. Dos personas discuten, o eso me indican, al menos, los aspavientos de sus brazos. Será Apolo tras los pasos de Dafne. Después alguien se arroja desde la borda al mar.
El pescador, de nuevo, está a punto de lanzar al mar su carnaza falsa. Allá va por los aires con energía. Es un hombre vigoroso y bien entrenado, de otro modo, sería imposible ejercer ese movimiento sin desequilibrarse. Recoge con parsimonia, como debe ser. La muerte, hija del sueño y de la noche, busca su presa incansable.
Algo parece correr en pos del anzuelo. Miro con atención. Es un pez de mediano tamaño. Sin más desaparece la estela. ¡Mala suerte! El pescador sigue recogiendo el sedal sin inmutarse, ¡qué cerca ha estado de conseguirlo!
El yate se marcha. Sin duda, quien se tiró al agua, ya se bañó y volvió a subir a él. El barco es veloz. Avanza, creo, buscando la bocana del puerto deportivo que es imposible divisar desde esta playa.
El sol besa, en este mismo instante, la mar salada. A poco, se hunde, con extrema laxitud, deliciosa lentitud, en sus entrañas. Se ahoga el calor del día.
Distingo sobre la mar a alguien. Eso, parecen unos brazos. Alguien viene nadando hacia la orilla. Está lejos. Es sólo un punto y aspas batiéndose entre las olas.
La playa se quedó desierta. El sol se baña con impudicia. Anubis descansa. El pescador incansable lanza su engaño. Debe saber que en caso de obtener una pieza, hay un desnivel peligroso de salvar entre el agua y su posición. El pez se batirá en el aire, suspendido. La fuerza de la gravedad hará lo que corresponde y el anzuelo puede descarnar la boca del pescado, dejando escapar la pieza que caerá al agua y desaparecerá.
El nadador se acerca con brío. Está próximo al lugar donde el pescador arroja su aparejo.


Algo mordió el anzuelo. Ha sido fulminante, apenas vi la estela del animal antes de morder. Kali, la diosa negra, se frotará las manos, ante la matanza sangrienta.  El pescador maniobra con astucia: tensa el hilo sin llegar al punto de ruptura. Será una lucha de titanes: Tetis contra Ceo, creo. El animal ofrece resistencia tirando, tratando de zafarse del dolor intenso de su boca. El pescador se mantiene firme sin dejar de recoger, atento a soltar hilo si fuese necesario cuando la tensión de la caña se haga insostenible. ¡Aja! Levanta la caña. Es una maniobra arriesgada, pero si da resultado llevará el pez al pie del pequeño acantilado. ¡Cuidado con las piedras! Si entra en una de las pequeñas cuevas el hilo se rasgará sobre los bordes. El hombre baja la caña tensándola, es una forma de mantener al pez en su campo de visión. Así delimita sus movimientos. Es una buena estrategia. Es un pescador experimentado. ¿Ayudará Anfítrite, diosa del mar, a uno de los suyos o, por enésima vez, dejará a las Moiras el devenir de las cosas? El animal lucha con fuerza contra el agua, intuye que es la última posibilidad de escapar de aquella garra indestructible antes de quedar suspendido en el aire. ¡No hubo suerte! El hades se expandirá con la muerte.
El pez debe pesar más de un kilo. Está suspendido en el aire por un fino hilo que quema su boca. Mueve enérgico la cola en un intento de soltarse. El pescador, nervioso ahora, gira con velocidad la manecilla del carrete. Levanta la caña con suavidad. El animal golpea la piedra lisa, aletea, pero en una maniobra final, de extrema maestría, el pescador consigue su trofeo.
El nadador deja de nadar y se hunde en las aguas plateadas por la puesta de sol. Comienza a emerger. Primero, su cabello rojizo mojado de sal y luz, luego los destellos de su melena pelirroja, espesa y larga, que cubre más allá de sus hombros. Después, su rostro: esta cara me extasia. 


¿Quién es esta belleza que nace de las olas del mar como si perteneciera a ellas? Es joven y hermosa. Sus hombros bron-ceados dejan correr el agua que, escasos segundos antes, la acariciaban. Sus pechos están descubiertos. Es un pecho erguido, generoso, excitante. Sus aureolas están contraídas por el esfuerzo, sus pezones tensos, enhiestos como torres de combate ¡Perfecta! La curva insinuante que muere en sus caderas enmarca un ombligo que es deseo en su vientre liso.
Tomo la toalla que traje por si me bañaba y la coloco sobre mi entrepierna. No quiero que ella vea aquello que comienza a insinuarse, porque me avergüenza.
Una pieza de color marrón cubre su pubis. Es un bañador de lycra, sutil, excitante, que dice más por lo que oculta y cómo lo cubre que por lo que muestra. Unos pasos más sobre la húmeda arena dejan ver unas piernas largas, atractivas, de ensueño. ¿Quién es esta diosa del deseo? La sensualidad se derrama por cada poro de su piel. Jamás, ni en mis sueños más fantásticos imaginé una mujer de semejante hermosura.
Para mí esta mujer ha nacido del mar y del aire que es espuma. Un hado fantástico, que hunde los pies sobre la arena mientras se dirige hacia mí, envuelta en ese fuego cadencioso que es deseo para mis ojos.
¿Quién es esta Afrodita, diosa de los griegos? ¿Quién esta Venus, madre de los romanos? ¿Quién esta Isis, reina de los faraones? ¿Quién esta Ishtar, señora de los cielos mesopotámicos? ¿Quién esta Astarté, exaltación del placer carnal fenicio?
Las olas lamen sus pies lascivos, acariciándolos como si el poderoso mar bailara con ella. ¡Oh diosa venida del mar! Por qué has herido mis ojos con tu llama.
Inclina la cabeza hacia delante. El pelo cae en cortina con los mismos reflejos del sol moribundo. Escurre con sus manos el agua retenida entre sus cabellos. Luego, en un golpe seco, yergue la cabeza arrastrándolos hacia atrás. Por primera vez me ve. Frente a ella. Observándola. Sin poder apartar por un segundo la mirada de su esbelta figura, de su intemporal belleza. Se extraña de mi presencia. Ella diosa, yo mortal. Ve la toalla. ¡Me siento ridículo! ¡Empequeñecido! Una mueca burlona enciende una media sonrisa en sus labios, justo antes de volverse a los últimos rayos de un sol enrojecido. Se sabe diosa. Comprende mi inquietud. Se burla de ella. ¡Oh, tú, estúpido! ¿Y si te pide la toalla para secarse? ¡Qué bochorno! ¡Qué es este calor! Este fuego que me abrasa y me consume por dentro. No te vuelvas, amor.
De repente, oigo gritos. Son llamadas femeninas. Dos jóvenes avanzan con vestidos blancos, vaporosos, casi transparentes. Portan delicadas toallas en sus manos. Llegan hasta ella y entre risas la cubren secándola. Éstas serán las ninfas, me digo apesadumbrado. Han tapado la belleza. Han cubierto la hermosura para preservarla. Las tres se marchan acariciadas por el viento fresco del anochecer. Las veo alejarse. Salvar la arena. Llegar a la muralla de piedra que sostiene el paseo marítimo. Subir las escaleras y perderse de vista.
La puesta está concluyendo. Los últimos rayos de sol luchan contra las aguas lejanas. Helios pronto subirá a su copa sagrada para cruzar el mar. El pescador se ha marchado con su botín. Todos me han abandonado salvo la visión estremecedora de mi diosa.  A ella seguro que le espera la apacible ducha, la exquisita cena, la nocturna fiesta, la halagadora compañía.
Pienso en regresar. A mí me espera mi mujer, mis dos pequeños, mi estrecho piso, la cansada monotonía. Yo hombre, un simple mortal. Ella, el mito, la diosa de la voluptuosidad.


                                        Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                            Relato: El mito



lunes, 5 de marzo de 2012

SEMEJANZA

A tu semejanza propones y excluyes.
Tal vez, el amarillo claro.
¡Ese no es!


Ando equivocado, debe ser blanco. Dios es blanco, unitario en pureza y 1, 2, 3, trinitario en mente, incomprensible y hasta lejano.

Rojo ardiente. La bestia astuta: 6, 6, 6.
Tramposa e innecesaria.
¡Ese no es!

Lejos el hombre que es negro y a pinceladas verde. Oscuridad y esperanza y 3, 7, 9, defectuoso, impar y basta.
¡Ese no es!


Azul gélido. El plano está roto. Arriba es abajo. ¿Dónde está la semejanza?
Será espiritual.
Pero, ¿cómo alcanzar ese trocito de Dios que es alma?


                                                    Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                                                    Relato: Semejanza

lunes, 13 de febrero de 2012

UN HOMBRE SOLO

Nací con la testa alargada y casi ahogado por el ímpetu del nacimiento.

Tímido. Con un pimiento enano que afea mi rostro y me aparta de las mujeres que deseo.

Tengo un amigo: la soledad consentida. Tengo el rastro funesto que deja a veces la familia. Tengo el llanto perpetuo de la nostalgia.

Miope y desorejado. Torpe con la palabra. Dulce con el viento que me enfría y envejece.


Las arrugas son mis consejeras. Aviesas y oscuras, envilecen mi pensamiento.

Sé que moriré como nací. Apepinado, solo y sin llanto.


                                                        Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                                                        Relato: Un hombre solo


Ver presentación en video




lunes, 6 de febrero de 2012

EL LÁPIZ

Galardonado con el primer premio de relato
Premios Facultad de Fotografía, Poesía y Relato 2010
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad de Jaén


Los lápices tenemos, por lo general, una vida muy corta, pero somos intensos. Si sigues mi voz lo comprenderás. Nacemos de la madera del bosque, a la que después desmenuzan, trituran y amasan. Nos recomponen con amalgama de goma y conglomerado y guardamos una lámina de carbón en nuestro interior. Somos frágiles y quebradizos; de manufactura sencilla y útil. Nos empaquetan en cajas rectangulares, vacías de aire y luz, donde nos abrazamos unos a otros por la estrechez y nos trasladan por todo el mundo con destinos inciertos.
Yo soy descendiente de una milenaria estirpe de pinos negros. Tú, padre, destacabas al pie de la sierra con tus majestuosas ramas al viento del septentrión. Eras alto, capaz de acallar con tu recio canto la voz de los demás; eras noble, apto para acunar entre tus brazos cientos de nidos cuando el resurgir de la vida te traía las aves de vuelta a casa.
Pero un buen día los hombres con sus voces derribaron al viejo pino dejándole truncado sobre la vasta tierra que le sustentaba. Le desnudaron como a un bebé, no hubo honra ni piedad en ello. Yerto e infeliz le arrastraron a un camión y desapareció por la senda que serpenteaba hasta el lejano valle.
En pocos amaneceres, el hijo quedó cercado en su alta cresta con algunos primos que siguieron su misma suerte. Fue arrancado de la madre por brazos de hierro que le desarraigaron de la niebla y el viento, del sol y el perfume de la tierra. En un viejo aserradero le lavaron y descuartizaron hasta quedar reducido a esquirlas de dolor. Le recompusieron lejos del lugar en que nació. Le dieron forma alargada y cilíndrica con una mina negra en el interior y, finalmente, le mandaron por el mundo empaquetado en cartón.
La caja donde yo viajaba era de las más pequeñas, apenas algunas unidades. Íbamos todos muy juntos, sin apenas espacio para movernos, aún hoy podría reconocer cada sonido, cada poro, cada olor de aquellos compañeros de infortunio. Tuve mucha suerte, caí en manos de un señor que tenía una papelería.
Era un hombre entrado en años, de mirada perdida y bigote rancio, viudo para más señas que dormitaba casi todo el día en la trastienda de la papelería que regentaba. Puntual como un reloj a las once y cuarto se preparaba su café que disfrutaba sentado en su mesa de camilla y con la radio baja, no fuera que la Pirenaica la oyeran los vecinos, no eran tiempos para delatarse sino de encogerse como un caracol en su casa. Después cabeceaba como un burro atado a su argolla, arropado por las enagüillas y por el calor del brasero de picón prendido con las ascuas de un fuego de leña que alguna amable vecina le trajera a primera hora de la mañana.
No tardó en desempaquetarnos y colocarnos en los expositores a la vista de su escasa clientela. Al papelero le gustaban los lápices. Te preguntarás: ¿cómo lo sé? Muy sencillo, por ese modo suave, pausado, todo cariño, con que nos mecía para colocarnos en los estantes, los tiernos ojos con que nos admiraba y por su tacto de pluma, temeroso de lastimarnos o desconcharnos.
Desde mi expositor pude ver llegar a un hombre anciano, me escogió y pronto estuve en sus manos. Allí, en la misma papelería, me aguzó hasta alcanzar mi lámina que nació afilada. Me probó sin dulzura, ruin, hasta quebrar mi punta. De nuevo desgarró la madera que me acoge y me alejó de mis compañeros, a los que jamás volví a ver.
El abuelo Andrés me compró, me perdió, luego me encontró y, finalmente, me extravió. Si perdí su confianza no fue por mis malas acciones sino por su debilidad. Era un hombre entusiasta, de temperamento inquieto y fantasioso al que se le olvidaba con facilidad cualquier cosa: ora comer, ora dónde estaba; e incluso, desde una simple palabra, hasta el nombre de los suyos.
De este modo, quedé ignorado en el lapicero del estudio. Era feliz en mi vaso recubierto de piel. Allí conocí a otros con mis formas, pero distintos de mí. Yo soy natural, nacido del bosque, ellos artificiales de plástico duro y tinta dúctil. Al principio me despreciaban, pero fui capaz de acallar sus quejas.

  El general, una estilográfica arcaica, de punta redondeada y ennegrecida, amante de contar grandiosas epopeyas que jamás vivió, pero que hacía suyas a base de engrandecerlas más allá de lo inimaginable, me increpó nada más llegar:
“Ha puesto usted su torpe cuerpo sobre nuestro terciopelo. Nos hace estar más estrechos y no le conocemos. Qué confianzas se trae y quién le dio vela en este entierro. Es usted un simple lápiz y viene empujando sin hablarnos, sin presentarse, sin darnos la oportunidad de retirarnos. Acaso cree que puede importunarnos”

Y tuvo razón, no les importuné por mucho tiempo. El padre me adoptó, hombre adusto, miope con gafas redondas de pasta y cristales gruesos, de bigote negro recortado con mimo en las puntas para dar entereza a su rostro grave, de muchos números y por más, contable que me dio buen uso. Con él me hice un lápiz maduro, un lápiz sabio de múltiples utilidades. Ningún número se me resistía, ninguna operación se salvaba de su resultado final. Cabalgaba a lomos del bolsillo superior de su camisa de donde sobresalía orgullosa mi testa cilíndrica terminada en recia punta como lanza enhiesta, pero un día todo cambió.


La criada le tomó de orden de su señora, una mujer rechoncha y vana, de papada orgullosa y mofletes carmesíes a la que se le iba el día en dar órdenes por la casa o en afrentarse con cualquiera que se cruzara en su camino. Su afán y su vida eran preparar la comida más sabrosa, conseguir los platos más delicados, obtener las esencias más sublimes. Y entre mandato y mandato, un bocado que degustaba con extremo deleite, saboreando y detectando hasta la última especia contenida, por minúscula que fuese, en el mordisco. No fue una buena época para él, quien siempre repudió con grasientos escalofríos aquel penoso tiempo.
¡Ahí de ti, desgraciado!, él, que ha alardeado desde las altas cúspides del bolsillo de su señor, vino a ser el lápiz más ínfimo, acogido mísero en las cocinas. Bajo el auspicio abrupto de la señora, volvió su vida apacible y casi inútil. Fue señor de encimeras y grasas, de notas tardías y a menudo apresuradas; aliado de los alimentos de la despensa que anotaba. Suerte que aquello duró poco para gracia de su persona.
Tú, mi beldad, me secuestraste un buen día de la sucia encimera. Eras la hija de rostro angelical a media luz entre niña y mujer. Me hiciste cómplice de los poemas de amor que fantaseabas. Aún dispersa por la efervescencia juvenil, eras enamoradiza y juguetona. Me convertiste en tierna dulzura con tu verso sedoso. Me transfiguraste en delicado encantamiento bajo el trazo suave, apenas aplicado, de las poesías enamoradas que escribías al joven soñado tantas veces en los atardeceres melancólicos, allá, bajo el emparrado primaveral del patio.
Me guardabas celosa, como a un tesoro, entre las macetas de geranio de la ventana mohosa.  Atrevida y suspicaz buscabas el lugar más oculto entre las oquedades oscuras que el viento ni se atrevía a rozar con su aliento. Mas de poco nos sirvió, amor; tu hermano, tan sagaz y observador, cambió nuestra idílica relación.  
El hijo me robó del alféizar de la ventana. Desde entonces, el niño me adoró con exceso; me apretaba contra el papel como nadie antes lo hizo. Fue la etapa de mis viajes, la más fructífera, la de más contactos y amistades. Conocí a compañeros de todos los colores, de todos los tipos, de todas las edades.

Me despertaba con el alba y ordenaba el caos de la mañana: goma, ocupa tu puesto que luego no te encuentra para borrar el trazo corrido. El maldito sacapuntas buscaba mi punta: quieto ladrón que aún sigo afilado como una espina, aleja tu guillotina de mi cuello y sé amable con mi cuerpo. Todos los días lo mismo, se rebelan mis hermanos los colores: vamos, ocupad vuestros puestos, ya sabéis, primero los colores suaves, luego, ocupen sus lugares, los oscuros y bruscos. ¡La regla!, ¡la regla que se escapa por la cremallera!: cuándo cambiarás y serás tan sumisa y humilde como tu hermano el transportador siempre a punto en su lugar.

Más adelante el desayuno y a correr aferrados a la goma elástica que nos sustentaba en nuestros sitios. ¡Qué de vértigos! ¡Qué de risas nerviosas! ¡Cuántas ilusiones y enjambres de sueños!
Muy pronto mi lámina se volvió frágil como el cristal y a base de despuntar día tras día me desgasté. Y alguien venido de algún extraño lugar, natural como yo, me reemplazó.
De tarde en tarde mi dueño me acariciaba con el recuerdo amable de otros tiempos. El estuche me contuvo por algún tiempo, pero sin nada a lo que asirme un día desgraciado me desprendí y caí en el abismo.
Quedé reducido a nada. Soy el más minúsculo, el más viejo y el más cansado de los lápices. Ahora, juego con las sombras que son mis compañeras y dormito olvidado en el fondo de una cartera escolar que alguien, tiempo atrás, dejó abandonada en el desván.

Recordad.
Nosotros los lápices tenemos, por lo general, una vida muy corta, pero somos intensos.
           


                                                    Libro de relatos: "Nostrum"" de Juan E. Liébana Cazalla
                                                    Relato: El Lápiz